FANTASIAS SEXUALES DE UNA MUJER DE MÁS DE CUARENTA.

Eran más de las ocho, cuando Inés se disponía a cerrar su pequeño negocio, ese que le permitía derrochar imaginación durante todo el día. Hace poco más de un año decidió abrir su propia tienda dónde hacía manualidades hechas con tela: libretas forradas, toallas bordadas, muñecas personalizadas, bolsos, etc. Era consciente que nunca se haría rica de aquella manera, pero se sentía satisfecha viendo la cara de felicidad de sus clientes cuando podían llevarse regalos que iban con la personalidad de cada uno. Incluso ayudaba a la gente a que realizasen con sus manos, aquel detalle que iba impregnado de amor para el ser querido a quien iba destinado aquel presente. Lejos estaba aquel trabajo en una fábrica dónde todo eran frustraciones, rutinas y acatar mandatos de gente poco preparada emocionalmente. 
Cerró cuidadosamente su establecimiento, y le dijo adiós hasta dentro de tres días ya que llegaba un largo fin de semana. Se miró en el escaparate de su tienda. Tenía ya 47 años, sus manos que ahora miraba con cansancio delataban esas pequeñas manchas que empezaban a aparecer. Se colocó con gracia su pañuelo en el cuello y comenzó a andar por las calles de su gran ciudad con garbo, como le había enseñado su madre , que aunque se sintiera muy mal, tenía que caminar recta y la cabeza bien alta alineando las rodillas al pasear. 
Las calles estaban llenas de gente que se dirigía a sus casas. Casi todo el mundo tenía una cara de desesperanza, de rutina diaria que le hizo pensar que parecían autómatas. ¿Por qué se pierde la ilusión? ¿ Por qué siempre se hace lo mismo, día tras día? 
Abrió la puerta de su casa, una casa silenciosa. De repente el cascabel de su gato Fritz le hizo dibujar una sonrisa. Con cariño le acarició las piernas y le recordó que era la hora de su cena. 
Después de dar de comer a su tierno gatito, se dispuso a abrir el frigorífico y lo único que le apetecía comer era aquel rico helado de menta con chocolate que era su preferido. 
Abrió su ordenador y recibió una grata sorpresa. En la bandeja de entrada de su correo electrónico había un mensaje con el nombre de su gran amor (Pablo) . De repente en una fracción de segundo, los recuerdos se agolparon en su mente. Pablo fue su primer amor, aquel al cual renunció porque era demasiado libre, porque nunca pudo comprender que ella necesitaba quizás más espacio que las demás mujeres. Que su gran amor la ahogaba, la encadenaba a una rutina que no podía aguantar. Pero era consciente que siempre le quiso mucho y aunque él no entendiera su peculiar forma de amar, todo este tiempo había vivido en su mente. 
Pablo se casó como él quería, con una mujer como la que él quería, sumisa , dependiente, que siempre estaba pendiente a sus requerimientos. Pero jamás pudo olvidar a Inés, porque ella era el amor en esencia. Un perfume de los que se pone uno los fines de semana, que quizás no sirva para todos los días por lo extravagante, pero pasión por los cuatro costados. 
Inés abrió temblorosa el correo. Tampoco lo dejó de amar nunca, pero estaba claro que amaba la vida en otro sentido. Él se había ido a vivir lejos de la ciudad, a un sitio más tranquilo y menos urbanita. Quizás demasiado tranquilo para poder pasar desapercibido. 
En el mensaje ponía que al día siguiente la esperaba en la antigua estación de tren que daba al puerto, la que muchas veces recogió sus momentos más románticos. Llevaban tiempo escribiéndose, con la muy improbable situación que se encontrarían de nuevo. Él le dijo que preparara una maleta con lo justo para un fin de semana con sol y playa. Y que a las doce se encontrarían debajo del reloj, aquel que era de números romanos y un cierto color amarillento. La hora sería a las doce en punto. 
Al día siguiente Inés se probó sus mejores vestidos y eligió uno en tonos beiges y negros que combinaban muy bien con sus ojos , aquellos de color de coca-cola , aquellos con los que Pablo había soñado tantas veces. Aquellos que lloraron su ausencia durante años.
El reloj estaba en su punto más álgido, cuando de repente el móvil de Inés sonó con aquella música celta que a ella le gustaba tanto. Era Pablo que le decía que no podría ir. Casi se quedó sin respiración. Era demasiado bonito, después de veinticinco años que había pasado esperando ese momento. De repente él le dijo, gírate. Ella se volvió, y allí estaba él con una rosa en la mano. Su pelo había encanecido, quizás había alguna mancha en su cara, llevaba gafas, pero detrás de ella se podía apreciar aquellos lindos ojos verdes que no habían perdido el brillo de una persona enamorada. 
Avanzaron lentamente como queriendo con ello grabar el momento dentro de sus retinas. Se abrazaron tiernamente y se fundieron en un beso tierno, caliente, profundo, que hacía vibrar los labios de ambos, que sentían como se imantaban con el contacto del cuerpo del uno contra el otro. Él le acariciaba la cara y le recordaba lo bonita que era. Que su cara de niña aún permanecía ahí latente, con esa sonrisa que hacía que todavía pareciera más preciosa de lo que él la encontraba. 
Subieron al primer tren que llegó. Qué más da dónde fueran. Se bajarían en la estación que quisieran. El tiempo se había detenido. Se cogieron fuerte de las manos como si tuvieran miedo a separarse una vez más. Poco a poco fueron contando cosas de sus vidas. Pablo de su família. Ella de su gato y de sus viajes. Llegaron a la estación de Torrevera, un viejo pueblo de la costa este, dónde podrían pasar unos momentos maravillosos. Pasearon abrazados durante una hora y luego fueron a comer a un establecimiento que estaba cercano a la playa, una linda bahía de piedras, con aguas cristalinas, dónde el sol reflejaba sus más lindos rayos. 
Alquilaron una habitación en aquel viejo hostal con sabor a mar, donde las olas chocaban en las paredes de la fachada cuando la marea estaba alta. Entraron en la habitación y empezaron a besarse apasionadamente, mucho mejor que veinticinco años atrás, con más ganas, con más vehemencia. Ella quizás estuvo un poco avergonzada al principio, ya que su cuerpo no era lo que había sido. Pero la mirada de él le devolvió la imagen que una mujer necesita ver en un hombre, los ojos de alguien enamorado de un ser, alguien comido de amor hasta el tuétano. Hicieron el amor lentamente, pasando estación por estación hasta llegar juntos al mismo destino , donde los abrazos , besos y los te quieros se contaban a miles. Luego , llenaron la bañera y se metieron abrazados , ella delante de él, mientras él le enjabonaba el cuerpo y le acariciaba el pelo. Las escenas de besos, abrazos y sexo dulce se sucedieron durante los tres días que siguieron. Siempre se acababa con el mismo ritual de abrazos fuertes y duraderos.
El último día llegó. La despedida también. Él se debía a su familia. Ella a su vida. Cuando se dijeron adiós, ella le lanzó un beso con la mano, casi a la vez que él hacía lo mismo. Le costó mucho aguantar el llanto que produjo aquel beso cuando llegó a sus labios, pero no... le regaló una sonrisa, aquella con la que siempre le premió y la que se llevaría por siempre en su corazón.
Martes por la mañana, suena el despertador. Inés se estira, mira a su lado, y allí está Pablo, siempre lo estuvo, porque hace veinticinco años decidió que su vida era él. 

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